Una vez, nada más llegar a la iluminada sala de entrada del museo Van Gogh de Ámsterdam, un vigilante de seguridad me pidió con amabilidad neerlandesa que me quitara las gafas oscuras: con ellas, el lector facial por el que pasaba todo el mundo no podía hacer su trabajo conmigo. Lo comento para que sepan apreciar una de las muchas ventajas de llevar mascarilla, y sean capaces de asumir que hace relativamente poco empezaron con las huellas digitales, las cámaras en zonas públicas, la identificación facial digital, los bancos de ADN, y no sé cuántos aparatos de control de la población. Sí, lo admito, siempre he sido un poco conspiranoico.
Eso no implica dejar de tener un lado positivo, y es que solo me tranquiliza pensar que los humanos podemos hacerlo mejor; aunque, de momento, seguro que nos merecemos lo que tenemos. Pero siempre queda la esperanza de construir un futuro mejor. Por eso, no me cuesta imaginar a un profesor de historia, de finales de este siglo o principios del siguiente, que, partiendo de que la humanidad de principios de siglo estaba, o está, incapacitada para ver más allá de lo inducido con las herramientas de manipulación social «que alcanzaron su culmen a principios del siglo XXI», les contaría a sus alumnos:
«Habían sonado las alarmas, entre los que manejaban las riendas de las altas esferas. Pero, en realidad, solo buscaban una salida triunfal para perpetuar el sistema que les había situado en tan cómoda posición durante siglos. De repente, la aparición de aquel nuevo virus y su gran capacidad de transmisión abrieron otras puertas. Aislar a las personas contagiadas era una solución; pero, exagerando un poco la situación, consiguieron confinar poblaciones completas y hasta países. Así se justificaba un parón económico que disfrazaría la crisis económica bajo una situación de alerta sanitaria obligatoria. Simultáneamente, las libertades individuales y los derechos civiles se regirían bajo un estado de guerra y la batuta militarizada sería de los gobernantes implicados.
En ese trayecto histórico, muchos se dieron cuenta de que las grandes economías tendían a distanciarse más aun del resto, por lo que se pusieron en marcha las flotas mediáticas y todos los instrumentos de insurrección para desestabilizar a las potencias económicas y crear un caos social que impidiera el ascendente desarrollo económico en esos territorios. Por supuesto, dio resultado: de forma que incluso quienes denunciaban el excesivo control del estado, las mentiras de la flota mediática y la manipulación de la realidad de la pandemia, entraron a formar parte del puzle al crear inestabilidad y jugar a favor de la trama global.
Estallaron un país tras otros. Los muertos de la pandemia no fueron cifras comparables a las de las guerras civiles, los alzamientos, las represiones oficiales: había llegado la Era del Caos.
Sin duda, se les fue de las manos. Lo bueno es que la calma empezó a imponerse de manos de líderes emergentes, que supieron apreciar que una crisis económica es mucho menos perceptible cuando hay un reparto equitativo de la riqueza. Vieron que, respetando y hasta mimando al planeta, la producción de comida y bienes alcanza para muchas más personas. En definitiva, tuvieron que llegar aquellas líderes que antes de ostentar el poder para el beneficio de una minoría, se limitaban a gestionarlo para el bien común y ser personas. Aquellas «creadoras de oxitocinas», pusieron en marcha la revolución de la segunda mitad del siglo XXI, que plantó el embrión de la sociedad de la Era de Paz que disfrutamos hoy. No duden que, al principio, en ese proceso de descalificación que sufrieron, las acusaron de pretender sembrar en el desierto, pero aquí estamos…»
Eso es lo que me gustaría que estudiasen los hijos o los nietos de los niños que ahora llevan mascarilla, cuando miren para atrás. Pero la realidad es que queda mucho recorrido histórico para alcanzar la Era de la Paz global y el auténtico reparto de la riqueza. De momento, con esta élite gobernante, títere de los poderes económicos, siempre hay una razón para llevar mascarilla y guardar la distancia, sobre todo en la sociedad de la conspiración. ¿O no?
Pedro M. González Cánovas